Señoría, me llamo Carlos y me han citado para declarar
sobre un delito que cometí cuando aún era un adolescente.
Cometí
el gran error de entrar en una tienda de mi barrio que conocía de toda la vida.
El dueño me había visto crecer; cuando yo aún era un bebé, mi madre compraba
allí a diario. Era un hombre muy amable y siempre me regalaba una piruleta. Por
eso hoy en día estoy tan avergonzado de haberle robado, pero lo estábamos
pasando muy mal en casa. Mi madre era viuda, yo era el mayor y tenía tres
hermanos más pequeños, Manuel, Adrián y Carmen, que aún era un bebé. Carmen
estaba enferma y necesitaba leche para alimentarse, así que no me lo pensé dos
veces y entré en la tienda, saludé al dueño como siempre y me hice el
despistado mientras cogía la leche, sin darme cuenta de que el dueño me estaba
observando desde su cámara oculta. No me dijo nada y me dejó marchar, pero a la
mañana siguiente apareció la policía en mi casa. Venían a detenerme porque el
dueño de la tienda me había denunciado.
Años
más tarde, me enteré de que no había sido el dueño, sino su hijo mayor, que me
odiaba desde pequeño. No sé si viene al caso Señoría, pero hoy en día comprendo
su odio hacia mi, ya que en el colegio me dedicaba a robarle las chucherías y
el bocadillo que su padre le preparaba a diario, y además le hacía la vida
imposible en la clase, le ponía motes, le hacía la zancadilla, le gastaba
bromas pesadas, etc. Creció odiándome, y no me extraña, me porté muy mal con
él, pero en aquellos entonces, por las circunstancias que enseguida le contaré,
no era conocido en el barrio como un chico bueno y tranquilo, sino todo lo
contrario. Las madres del barrio me llamaron desde pequeño “el terremoto”, y
cada vez que yo aparecía, se veía en sus caras el horror que les causaba.
Cogían a sus hijos en brazos y se iban lo más lejos posible de mi. Yo me
dedicaba a pegarles patadas, pellizcos, y como no, a robarles sus golosinas.
Cuando
fui haciéndome mayor, tuve muy claro que de esta forma conseguía todo lo que
quería, sin darme cuenta de que con el tiempo esto me daría más problemas que
beneficios. Mis amistades eran las peores del barrio, se drogaban y se
dedicaban todo el día a meterse con los más pequeños, a provocar a sus madres y
a saltarse las clases.
En
una ocasión, planeamos robar en el mercadillo “Los Gitanos” que ponían los
domingos en nuestro barrio. Estuvimos toda la semana planificando cómo lo
íbamos a hacer. Éramos siete, y cada uno íbamos a entrar por una calle
diferente; habíamos hecho una apuesta de a ver quién conseguía robar más
cantidad de objetos, y el que ganaba conseguía que lo invitaran a todo lo que
bebiera ese día. Llevábamos chaquetas con muchos bolsillos interiores y dos
mochilas cada uno. Todo nos parecía muy fácil, pero lo que de verdad ocurrió es
que a tres de ellos les pegaron una paliza, a dos los pilló la policía y mi
amigo Raúl y yo solo conseguimos robar un par de calcetines y un peluche, y por
poco nos pillan también. Así que ya ve Señoría, no valía ni para robar en
serio, siempre he sido un desgraciado y nadie me ha querido de verdad nunca.
Hubo
una época en la que parecía que empezaba a madurar, llevaba un tiempo sin
meterme en líos, pero una vez más tuve mala suerte. Venía con mis amigos de la
feria, ya de recogida, y no se nos ocurre otra cosa que empezar a piropear a
unas niñas sin darnos cuenta de que sus novios iban unos pasos atrás. Cuando
nos vieron, se enfrentaron a nosotros y empezamos una gran pelea, con la mala
suerte de que apareció la policía. Sin preguntarnos, nos llevaron a todos al
calabozo, y allí pasé toda la noche.
Ya
ve Señoría, mi vida es todo un poema, ¡si usted supiera! Bueno, si tiene tiempo
sigo contándole. Mi padre era un buen hombre, pero más pobre que las ratas, no
tenía ni para comprarnos zapatos, llevábamos sandalias de esparto hasta en
invierno; comíamos solo una vez al día, a penas un trozo de pan con una sardina
o un huevo frito que nos lo teníamos que repartir entre todos. Aunque en alguna
ocasión especial, cuando mi padre vendía una cantidad de chatarra más grande,
pudimos comer un plato de puchero, eso sí, sin ternera ni gallina, solo un
trozo de muslo de pollo para todos.
Señoría,
y mi madre, pobrecita, todo el día lavando y planchando la ropa de los demás,
mientras que nosotros no teníamos a penas para vestirnos; y eso que yo no me
podía quejar, era el primero en estrenar la ropa que le regalaban a mi madre
para nosotros; mis hermanos se tenían que conformar con heredar las mías, que
no llegaban en el mejor estado, ya que, como usted sospechará, no las cuidaba
demasiado. Mi madre tenía que hacer casi magia para que se las pudieran poner
mis hermanos pequeños.
Como
ve Señoría, no he tenido una vida fácil. Se que eso no me disculpa de todos los
errores que he cometido. Mi padre murió con la pena de que su hijo no fuera el
chico adecuado para cuidar de su familia. Me encantaría que me pudiera ver
ahora. He mejorado mucho. El delito que aquí me trae fue el principio de mi
nueva vida. Cuando vi la cara de sufrimiento de mi madre al ver a la policía en
la puerta de su casa, comprendí que no podía seguir por ese camino. Tuve que
abandonar a mis amigos, buscar trabajo, lo cual no fue nada fácil. Trabajé
recogiendo chatarra, vendiendo calcetines en el mercadillo. Ya ve Señoría, que
cosas tiene la vida, un día me encuentro robando calcetines y al siguiente
vendiéndolos. También trabajé de limpiabotas, de camarero y de mensajero.
Cuando
mis hermanos tuvieron edad de trabajar pudimos mudarnos a otra casa más grande
y pagarle los estudios a mi hermana pequeña. Y ahora que nos estaba yendo todo
bien, me llega esta citación.
Señoría,
le ruego que sea indulgente conmigo, que tenga en cuenta todas las
circunstancias que le he relatado y también que no he vuelto a delinquir desde
aquel día. He sido un hombre honrado que solo ha mirado por su familia y que me
arrepiento muchísimo de haberle robado a aquel hombre tan bueno. En sus manos
dejo mi vida. Un saludo.